Siempre que se presenta un desastre natural (un terremoto, un huracán) o un accidente catastrófico (como fuera el de Chernobyl y ahora el del Golfo de México), se nos dice que la tecnología desarrollada por el ser humano, esa que es capaz de hacernos conocer otros planetas y escudriñar nuestros orígenes en el oscuro universo, encontrará el remedio adecuado. Hay mucha fe puesta en ella.
Esta percepción generalizada comenzó a acentuarse con la aparición de los grandes inventos y avances científico-tecnológicos acontencida sobre todo durante el siglo 20 (y que continúa), en el que se considera que la humanidad alcanzó un grado de desarrollo mayor al acumulado en los cinco mil años previos. Ayudó a generalizar esa percepción otro fenómeno moderno: la transnacionalización de la información, hecha posible –también– gracias al avance en las tecnologías de la información y la comunicación que hoy nos permiten gritar los goles del Mundial en el mismo momento en que se producen al otro lado del mundo.
Pero las grandes catástrofes, esas que afectan a grandes poblaciones y a grandes extensiones de tierra, mar o aire –como el paso del huracán Katrina, que sacudió Nueva Orleans (Estados Unidos) y provocó daños por 75.000 millones de dólares; o el terremoto que demolió Puerto Príncipe (Haití) y el que tres meses después sacudió Chile; o el descontrolado derrame actual de crudo en el Golfo de México; o, yendo un poco más atrás, el desastre nuclear de Chernobyl (ex Unión Soviética)– ponen en evidencia que la tecnología no lo resuelve todo, que a veces falla y que muchas veces no es suficiente para anticipar ni controlar desgracias.
El desastre del Golfo debería dejar como lección que poner todas las esperanzas en la infalibilidad de la tecnología no es aconsejable. Falla, y a veces puede resultar dañina. Es un recordatorio de que la prudencia ambiental, la responsabilidad social y la ética empresarial/gubernamental deberían estar presentes permanentemente en todos los proyectos de desarrollo.
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